CASI NO EXISTIR DE ANTONIO RESECO
(Sevilla, La isla de Siltolá, 2015)
Ya el primer poema, titulado “Casi no existir” como el poemario, sintetiza su contenido en el verso introductorio con un lacónico mensaje compuesto por dos frases lapidarias: “Todo ha sido ya. Poco importa” (11). Por tanto, el libro se inicia con un descorazonador verso-resumen, que expone la certeza del poeta de que la existencia es un instante amargo, pues se resume en un triste balance (“El final de nuestro viaje / se reviste de sinsabor y destierro”) donde el ser humano es víctima de su propia imperfección y fragilidad: “y, al final, abrazamos la ligereza / de quien se ha desvestido para siempre / y es solo un cuerpo vencido y vulnerable”.
La solución que encuentra ante esta cruda realidad es vivir el presente a través de las cosas pequeñas: “Guardamos aquella hoja / dentro de un libro de Yeats. / [...] / sé que cada vez que algo / me trae a su retiro / deseo tumbarme sobre la hierba, / imaginar esta sombra de roble / como un edén a tu lado” (58). Este momento plácido, que el poeta resalta por su sencillez y también por su eficacia para serenar la tensión emocional que sufre, resulta significativo del contenido del poemario, pues está convencido de que solo se puede degustar la vida en pequeñas porciones y siempre siendo consciente de que el destino del ser humano es la soledad: “El sorbo que nos hace ver / lo solos que estamos en la fiesta / que el mundo celebra con inercia” (26).
Aunque no le resulta fácil aplicar lo que siente ante el rumbo errático que sigue el mundo cegado por el progreso y el error en que se halla el ser humano creyendo que con su egocentrismo ha encontrado solución al enigma de la existencia: “la premonición de que todos seremos / parte de otro invierno también solitario” (51). Y lo peor de todo es que ya no cree en mitos que lo animen a soñar con grandes metas, y esto lo aboca a una vida insulsa sin fábulas ni héroes ni magnos sucesos, convertido por la modernidad en un ser globalizado: “Los mitos son ahora ese templo / que ya no nos asombra ni entorpece. / [...] / Los mitos se han perdido, / pero quizá no ha sido una victoria gloriosa / sino el paso a una esclavitud / que adopta la estructura amable del progreso”, 27),
Se hace patente, por tanto, la presión mediática que ha desvinculado al ser humano de los pequeños placeres de una vida sencilla que, aunque fuera más simple e ignorante, no conocía muchos hechos que ahora lo intranquilizan sobremanera: “Nunca perdimos la sonrisa, de nada servía, / y éramos monótonamente felices, / como, tal vez, sólo se pueda ser feliz” (29). Como consecuencia, el balance es desolador: no somos nada (“Las estelas funerarias con su latín telegráfico. / [...] / los odres, las monedas con el cobre verdecido, / [...] / en algún momento, todos seremos de algún modo / parte de los seres catalogados de un museo”, 49). La realidad es distinta a lo que científicos e historiadores cuentan interesadamente: “Hoy ya sé / que la ciencia y la historia / habían sido escritas en mi nombre” (50). La fugacidad del tiempo es la eterna cadena que no para en una sucesión interminable de muerte-resurrección: “Nada es real, / nada queda de aquello que algún día / fue un lugar de reunión” (54). Solo somos seres de paso: ”Con el tiempo, sólo los decorados permanecen” (55). La inmortalidad resulta una idea demasiado trascendente para tan imperfecta criatura: “tendría que registrar [...] / las minucias que componen / esto que pomposamente llamamos vida. / Sólo de esta manera podría valorar / [...] / la idea de una inmortalidad inútil” (61).
Y esta es la única certeza: el ser humano finalmente acabará en el olvido: “En medio / del miedo y sus innumerables formas, / aquí, para siempre, guardará silencio” (62).
asalgueroc