(Madrid, Hiperión, 2017)
Todavía conmocionado por la lectura de estos poemas impactantes, lo primero que pienso es que resulta un poemario sorprendente (comenzando por el título) tanto en su contenido como en su forma por su novedad expresiva y por los contrastes que contiene. Y es que conmociona ese nuevo tipo de exposición que lleva al lector a encontrarse con un caballo encabritado por el centro de la ciudad (como el de la película “Caballo de guerra” corriendo a galope a lo largo del campo de batalla), genial metáfora de lo que es el poema para el poeta, “belleza desbocada donde nadie la espera” (15); seguramente una de las mejores definiciones de poema que se han escrito.
O esa insistencia formal que impresiona, en poemas como “Escritores suicidas”, para expresar la concepción trágica de la existencia sufrida por muchos escritores: “Gérard de Nerval se ahorcó… / Ángel Ganivet se tiró… / Cesare Pavese tragó… / Víctor Ramos falleció… / Luis Hernández se dejó atropellar… / y Alfredo Costafreda se suicidó en Suiza / después, precisamente, de completar su obra / Suicidios y otras muertes.“ (74).

También ganan el interés del lector otros versos entrañables como los dedicados a las tienduchas donde, por obra y gracia de la pasión poética, el vate los transforma de tema inusual en un afectuoso homenaje a esos locales que forman parte de nuestras vidas: “Las tienduchas de barrio que no tienen ni nombre, / y que todos conocen por el mote del dueño / […] / Esas simples tienduchas, por sí solas, / consiguen que me sienta de este mundo.” (32). O los numerosos poemas que reivindican a los antihéroes, cotidianos sobrevivientes de este bronco mundo, como “Los nombres de Sara” (53), “Pacta sunt servanda” (58), “El regreso” (61) o “Vecindades”: “En nuestra misma planta vive Tytus: / polaco, silencioso, lector de enciclopedias, / doctor honoris causa en matemáticas / […] / Antes de que amanece / Tytus regresa a casa del brazo de otro hombre. / Al subir la avenida con su metro ochenta / es la envidia de muchas de las putas del barrio.” (63).
No obstante, El país de los imbéciles no es un libro siempre emotivo pues su autor, amante y defensor de la naturaleza y de la armonía que inspira, es consciente de que dentro de su ámbito existe una lucha por la supervivencia en las que unos seres matan y otros sucumben: “Los colmillos confirman / el rito milenario de la muerte. / […] / Aquí, en el blanco inmenso, / un reguero de sangre” (24). O se indigna ante la barbarie humana como cuando se siente Dios y abomina del Hombre por su maldad o se estremece ante la triste vida de seres anónimos como el que tuvo por nombre de Sara: “Con veintitrés, judía asimilada, / fue obligada a llevar sobre el pecho la estrella / de la denigración y a huir al guetto, / […] / Con veinticinco, presa y humillada, / fue deportada a Auschwitz, / donde sobrevivió catorce meses / […] /. Con veintiséis, […] / fue empujada una noche, / junto a otros trescientos esqueletos humanos, / a las duchas de gas del triste campo.” (53).
O siente una latente intranquilidad ante la certeza de la desaparición de los otros, a los que aprecia de una u otra manera, o se preocupa por su propia permanencia: “La tragedia real es que llegue a morirme, / a morirme del todo, / cuando nadie me lea, ni me extrañe, ni cante / mis canciones, ni sepa / que hubo un día en la tierra / un hombre verdadero como tantos. / Un hombre solitario que sembraba futuros, / que tenía razones, que escribía poemas.” (27). Y es que la preocupación por el paso del tiempo resulta patente en todo el poemario: “Y pienso en el sonido no escuchado, / el más triste, el postrero. / Y pienso en campanadas sin pensarme.” (73).
También son atractivos los poemas donde el poeta se centra en desentrañar conceptos complejos: “Hay un amor que mata. Sí, no hay duda. / Hay un amor que mata en lo que vive. / Y hay un amor, al fin, definitivo, / que muere inexorable en lo que ama.” (56). O se atreve a reflexionar en hechos evidentes sobre los que nadie recapacita (66) o piensa en el soldado sobreviviente a varias guerras al que años después el agua le sabe a sangre: “Corre el tiempo en el hombre, pero no en su memoria. / Tanta vida no absuelve de la culpa acopiada. / ¿Qué vejez es la suya?” (71).
Como algo novedoso por nuestras latitudes, el poemario adquiere un carácter exótico y universal con poemas elaborados en zonas tropicales, donde la variedad cromática, los aromas frutales y la cálida sensualidad se codean con la pobreza extrema y la violencia desmedida: “Ser el funyi en el tango y el pañuelo en la zamba, las rutas que prometen Eldorado, / los bollos de maíz, la madre negra. // Pero también los odios ancestrales, / la alambrada de púas, los venenos del chongo. / […] / Pero también las ruinas y el expolio, / la ciudad de chacales con codicia de hombres.” (22). Esos contrarios son muestra de la paz y el amor que desea el poeta para los seres humanos, sencillos y naturales, que en aquellas tierras hermanas no tienen el ambiente necesario para desarrollar su existencia cotidiana sin violencia.
Finalmente, el poeta ante el dolor del mundo termina el poemario con un poema homenaje, donde alaba la lucha titánica que diariamente el ser humano común se ve obligado a soportar para sobrevivir con una loable dignidad que lo mantiene firme en la existencia: “Y tal vez fracasé. / Pero cuán puro, bello, fructífero fracaso. / Qué dignidad en todo para alcanzar mi nada.” (81).
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