El llamado por mí "poeta de la luz y de la esperanza"
(No digáis que la vida resbala como un río / sobre la roca dura de las desilusiones. / Que no vale la pena vivir ni haber nacido / en este mundo áspero de ritmos trepidantes.)
ha fallecido, pero la parte más importante de él, su espíritu, queda perenne en su versos; unos versos alentadores, clarividentes, diáfanos, siempre esperanzados y siempre fieles a su guía espiritual, que seguro ya le habrá proporcionado la paz y el descanso que se merecía, después de 22 años en el Zaire (hoy Congo) en los momentos más duros que ha vivido aquel rico y desgraciado país de África.
En la dirección web siguiente
http://extremaduraxxisiglosdepoesia.educarex.es/index.php/otros-poetas-actuales/combarros-miguel
se puede conocer en un sintetizado repaso la trayectoria humana, espiritual y poética del padre MIGUEL COMBARROS MIGUÉLEZ, que se caracteriza por la temática cotidiana, la expresión natural, la lengua directa y el convencimiento de que la existencia es una experiencia única que merece la pena vivir luminosa y esperanzadamente.
En los siguientes artículos comento tres de sus poemarios más representativos:
PRESENTACIÓN CAMINOS HACIA EL ALBA DE MIGUEL COMBARROS
(Mérida, Gallos Quiebran Albores-Consejería de Educación y Juventud, 1998)
(Mérida, Parroquia redentorista, 26-2-99, 20´30 h.)
Querido Miguel; gracias por tus palabras, Jesús; Francisco Javier, Rafael Rufino Félix, ... amigos, ... amable público, buenas noches:
Presentar un libro de poemas siempre es una tarea llena de emociones, porque se trata, nada más y nada menos, que de comentar los sentimientos de un ser humano que, además, es poeta, es decir, que tiene la capacidad de tramutarlos en palabra lírica y, por tanto, de hacerlos más cercanos e implicadores.
Pero, además, presentar este libro de poemas, Caminos hacia el alba, es para mí una labor aún más emocionante porque se trata de un libro que he prologado y no por encargo sino porque, desde que lo abrí, me llegó muy hondamente y sentí la necesidad de expresar el contagio de su esperanza por escrito que, luego, por expreso deseo del poeta se ha convertido en prólogo del libro, cuyo título explica sintetizadamente la impresión que me causó su contenido: "La poesía de la luz y de la esperanza".
Las razones de esta grata impresión comencé a sentirla nada más abrir el libro y encontrarme con la dedicatoria ("Madre, dame otra vez tu mano y tu sonrisa y vamos por la vida caminando"), que me descubría de una forma humanísima la aptitud humilde con que el poeta había planteado su libro, el fondo amoroso que lo presidía y el ambiente filial que lo impregnaba con la discreta presencia de su madre que, espiritualmente, lo iba a acompañar en su largo recorrido. ¿Qué mejor manera de ambientar la descripción de sus vivencias que sentirse acompañado de su madre? ¿Qué mejor garantía para saber que en su dilatado viaje ha ido con un sencillo equipaje, caminando junto a la mujer que le dio la vida y le inculcó su amor por el bien y por los demás y que lo acompaña orientándolo en su camino, alentándolo en el desfallecimiento, velándole su sueño, consolándolo en su cansancio y recompensándole su esfuerzo con una cálida sonrisa?
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Luego, por si fuera poco para predisponerme positivamente a realizar la lectura del libro, paso la página y me encuentro con la poesía de la luz y de la esperanza que, ya desde el primer poema, me infunde Miguel Combarros en
"Canción a los veinte años", pp. 23-24.
¡Qué sincera y humana emoción me invade cuando hago míos sus versos límpidos y animosos! ¡Qué gozo cuando palpo entre la luz de sus palabras una esperanza cierta! No es de extrañar por tanto que, desde el primer momento, me sintiera atraído por la poesía del poeta de la luz, pues nunca había leído una afirmación que me asegurara tan rotundamente que la vida merecía la pena ser vivida e, indirectamente, que reflexionara porque no tenía derecho a decir lo contrario.
No me importa declarar en voz alta, por tanto, que me siento poderosamente atraído por esta poesía luminosa y alentadora, porque me ayuda a vivir y a mantener la ilusión en el mañana cuando me anima a sentirme digno, aunque imperfecto, y a aceptar mi compromiso de ser humano, estandoen el mundo con lo que conlleva de entrega a mis semejantes; agradeciendo el enorme honor que supone formar parte de esta obra grandiosa; siendo consciente de que vivo en un paisaje determinado y contribuyendo a la construcción de un entorno armónico.
Además, me gusta esta poesía esperanzada, pues me asegura que, a pesar de los pesares, ahí delante de mí se encuentra la luz, la respuesta a todo. Y también me advierte que la luz, metáfora de la esperanza, puede ser materializada en emoción, en apasionada palpitación de mi ser más íntimo que, aunque sea a ramalazos, me hará intuir una razón superior, una explicación suprema a tantas interrogantes entre las que se encuentran las relativas a mi limitada y finita condición. Y, por tanto, entiendo que, aunque con limitaciones, soy parte de un magno proyecto en cuya participación se encuentra mi razón de ser.
Luego, me pregunto en dónde se apoya el poeta de la luz y de la esperanza para mantener esta vitalista concepción. Indago y enseguida hallo la respuesta, Jesucristo. Y la elección de esta figura clave como norte de su vida, que se podía explicar simplemente atendiendo a su condición sacerdotal, me llena más porque es producto de su honda vivencia como hombre, como sacerdote y como misionero. Por tanto, no me extraña que la esperanza de Miguel Combarros se sustente en conceptos tan significativos como la Luz, el Amor y la Paz, tres anhelos sin los que la vida no tiene valor alguno, porque la existencia verdadera es emoción y deseos de vivirla con entrega y solidaridad, que es lo que da valor y sentido a la existencia humana.
Pero Miguel Combarros, empedernido ilusionado, no cree que la esperanza se encuentre sólo en un ente superior, sino también en los seres humanos a pesar de la fama que tienen de egoístas, superficiales e insolidarios. Tal seguridad es otra forma de infundirme esperanza en un momento en que la pesadumbre invade al mundo, pues pocos como Miguel Combarros saben reconocer que el ser humano, aunque está lleno de imperfecciones, también se encuentra repleto de dignidad y de grandeza. Él pone como ejemplo a las enfermeras, porque muchas veces se ha debido sentir estremecido ante el amor que derrochan a manos llenas con personas que necesitan de su ayuda, realizando una enternecedora labor callada que no sólo las dignifica a ellas sino también a otros seres solidarios que, en su diario anonimato, están desarrollando una tarea importantísima, salvar vidas y, cuando no pueden, dan el último consuelo a muchos desamparados como el poeta de la luz destaca en el poema
"Cuando el dolor nos vence", pp. 29-30.
No obstante, Miguel Combarros no es un iluso que crea que el mundo es perfecto y el ser humano un cúmulo de virtudes, sino un hombre positivo que, aunque no deje de reconocer nuestras limitaciones morales y físicas, tiene un recurso enraizado férreamente en sus vivencias y en su fe que es una esperanza constante y segura con la que tramuta las circunstancias negativas en ilusión renovada pues, cuando el presente le resulta ingrato, recurre a los recuerdos límpidos de su infancia donde de nuevo recarga su ánimo.
Las vivencias infantiles que, en nuestra tradición lírica, se suelen traducir en recuerdos del pasado que producen en los poetas una tremenda desazón, en Miguel Combarros son seguro cimiento donde fortalece su vida presente y donde se encuentra arraigada la luz que ilumina su camino, pues siente que esas vivencias infantiles permanecen impresas donde se produjeron y, por tanto, donde seguirán para siempre imborrables.
Este arraigo a su entorno nos muestra algo que, para Miguel Combarros, es fundamental: El ser humano está perfectamente incardinado en un paisaje que conforma su personalidad humana y su naturaleza espiritual pues, desde el paisaje, el hombre que es el poeta de la esperanza establece su relación con Dios como advertimos en el poema
"Teofanía del almendro", p. 49.
Por tanto, espíritu y paisaje son los dos conceptos que condimentan su esperanza. Así, aunque por su apostolado, Miguel Combarros haya tenido que vivir en lugares diversos, siempre se ha sentido parte de la naturaleza que lo rodeaba, porque ha mimetizado su sensible espíritu con el entorno donde vivía en cada momento; lo ha sentido suyo y el paisaje, en correspondencia, lo ha aceptado como un elemento más de su grandeza. Por eso, el poeta de la luz ha vivido gozosamente allí donde se encontraba y el paisaje, fuera cual fuera, le ha sugerido múltiples emociones como las que nos transmite de nuestro árbol simbólico.
Sin embargo el paisaje, soporte de su esperanza, también es motivo de preocupación para Miguel Combarros por los continuos atentados que sufre. Así, ahora que se quiere destruir el olivo porque no cuadra su secular y mítica existencia con las modernas e insensibles programaciones macroeconómicas, el poeta de la luz denuncia contundentemente ese ciego e irresponsable ataque contra uno de los símbolos capitales de la cultura mediterránea a la que pertenecemos irremisiblemente. Escuchemos sus advertencias en
"Elogio del olivo", pp. 87-88.
El espíritu, por tanto, da vida, color y emoción al paisaje que contempla el poeta de la luz porque, aunque es una parte intangible de nuestro ser, posee la emotiva virtud de capacitarlo para extraer las vivencias del pasado que han quedado impresas en las piedras que, de esa manera, dejan de ser simples ruinas para convertirse en cofre de palpitaciones de las personas que nos precedieron en la Historia como notamos en
"Oda a las piedras de Mérida", pp. 89-90.
Miguel Combarros también concibe las piedras milenarias como cuna de figuras ejemplares, que con su heroico gesto orientan nuestro camino como la mártir Eulalia que, por amor a un ideal (Dios), entregó su vida al hacha del verdugo y, sin proponérselo, ha ganado la inmortalidad de su memoria.
Y, después de recorrer un largo camino, Miguel Combarros llega a los "caminos de vida y llanto" de África, que no fueron vividos y sentidos por él de una forma menos luminosa y esperanzada que los anteriores, a pesar del sufrimiento que observó en su larga estancia en la tierra africana (de ahí el llantodel subtítulo). Es más, creo que Miguel Combarros fue en aquel sufrido, inmenso y apasionante continente donde encontró la luz definitivamente en la contemplación de sus espacios infinitos, de sus aromas sutiles, de su magia, de su grandiosidad ... y en las vivencias con los seres que lo habitaban. ¡Oh, África, qué afables recuerdos suscita en el poeta de la esperanza!
No obstante, en este apartado, Miguel Combarros no actúa como un mero espectador sino que se compromete como un ser humano sensible ante el dolor de sus semejantes y arremete contra injusticias, que tienen a la mujer prisionera de costumbres trasnochadas, como denuncia en
"Mujer de ébano y llanto", pp. 69-71.
Además, el poeta de la luz experimenta un estremecimiento especial ante el sufrimiento de los niños que mueren de hambre abandonados incluso por nosotros, que no acabamos de concienciarnos de su lamentable situación, mientras nadamos en la abundancia, como nos advierte en
"Endecha por los niños de África", pp. 67-68.
Estas situaciones lamentables provocan que el susceptible espíritu del poeta de la luz abandone su postura contemplativa y tome partido por los desvalidos y los masacrados, adoptando un fuerte carácter reivindicativo que logra remover nuestra conciencia, nos induce a cambiar nuestra pasividad por acción y nos arrastra a unir nuestras protestas a las suyas cuando denuncia contundentemente una matanza de pobres indefensos.
Estas reivindicaciones hoy están mal vistas como tema literario por las modernas corrientes, que se centran en la misma poesía y se olvidan del ser humano. Pero Miguel Combarros antes que poeta es sacerdote con toda la carga humana y espiritual de compromiso que esa situación de entrega conlleva que lo arrastró a abandonar su cómoda labor pastoral y lo llevó muy lejos a continuarla en otro entorno mucho más problemático pero donde él sabía que iba a ser aún más útil.
Y se fue, después de dejar todo, no por un arrebato momentáneo, sino respondiendo a una profunda llamada espiritual que lo llevó a entregarse apasionadamente a los demás sin exigir nada a cambio. Después, el misionero realiza el primer gran sacrificio: Desenraizarse de su familia, de su paisaje y, en definitiva, de su mundo. Más tarde, llega humildemente a un lugar lejano y se pone a realizar su labor callada sin orquestas que lo presenten como nos cuenta en
"Un hombre nada más", p. 53.
Y, detrás de todo sosteniéndolo, alentándolo, una razón poderosa, Dios, que es quien infunde la esperanza al poeta de la luz porque es Paz y Amor, dos conceptos que aún no hemos logrado comprender los que estamos demasiados atentos a nosotros mismos, según deduzco del poema:
"Tú me habitas", p. 61.
Y, finalmente, llegamos al último apartado que tiene un título significativo, "La tierra prometida", lugar donde al término de la vida confluirán los caminos recorridos por el poeta de la luz y donde, por ese motivo, podía haber aprovechado para realizar alguna consideración que mostrara al menos pequeñas fisuras en determinados momentos de su peregrinación. Pero, por el contrario, este espacio de reflexión final es utilizado por Miguel Combarros para reafirmarse en su esperanza.
Y lo más sorprendente es que el poeta de la esperanza no sólo se afianza en sus vivencias personales sino que también nos deja la certeza de su apuesta por el ser humano, pues su comprensión de la imperfecta naturaleza del Hombre lo llevan a valorar sobremanera la dignidad que sus semejantes muestran soportando la existencia a pie firme y los actos que realizan tomando como único punto de referencia el Amor.
Y también, antes de poner fin a sus largos e interesantes caminos, vuelve a rubricar con una seguridad pasmosa su fe inquebrantable en Dios, pues lo nota atento a su discurrir vital aunque no se manifieste con la forma material que los demás, mucho menos crédulos, deseamos. ¡Cuánto nos enseña el poeta de la luz!, ¡cuánta esperanza infunde a los que creen que Dios los ha abandonado, porque no se les aparece y dudan y abandonan su fe sin indagar más profundamente! Pues ahí tenemos al poeta de la esperanza, seguro de que la divinidad nos aguarda con los brazos abiertos al final del camino para calmar nuestro cansancio y recompensarnos por nuestro sacrificio con su larga benevolencia. Escuchémosle
"En la serena tarde", pp. 97-98.
Termino en una serena tarde el libro Caminos hacia el alba y me siento reconfortado, porque acabo de encontrarme con un poeta que ha logrado contactar con mis sentimientos, me ha redescubierto el paisaje y la encina y la palmera; me ha hecho sentir la emoción de la entrega apasionada al Ser Supremo y ha conseguido que abandone mi postura pasiva con esa equilibrada visión que apuesta decididamente por vivir la vida y que aboga por la dignidad del ser humano. Así de sencillo y así de grande.
Miguel Combarros es, sin duda, el poeta de la luz y de la esperanza.
Antonio Salguero Carvajal
POEMAS PARA ORAR
(Madrid, BAC, 2004)
En febrero de 1999 tuve el gusto de participar, junto a Francisco Javier Carmona y Rafael Rufino Félix, en la presentación del libro de poemas Caminos hacia el alba del padre Miguel Combarros, que realizamos en el salón de la parroquia redentorista de Mérida.
Caminos hacia el alba fue un libro que me atrajo desde el primer verso, porque me infundía abiertamente la loable predisposición de su autor a afrontar la existencia de una forma animosa a pesar de los pesares, cuando me decía en los versos que abren el libro: “No digas que la vida resbala como un río / sobre la roca dura de las desilusiones. / Que no vale la pena vivir ni haber nacido / en este mundo áspero de ritmos trepidantes”.
Cinco años después el padre Miguel Combarros, que ha editado además El Don de la Palabra en 1999 y Oficio de la Luz en el año 2003, me pide una opinión sobre su nuevo libro Poemas para orar (editado por la prestigiosa Biblioteca de Autores Cristianos), y otra vez me encuentro desde el mismo título con los dos vigorosos conceptos que guían su entusiasmado carácter, la luz y la esperanza. Por ellos deduzco que el título significa “poemas que ayudan a buscar la luz siguiendo un camino de esperanza” o “poemas que sirven para imprimir sentido a la vida con un talante alentador”.
Con estos sentimientos que descubren su amor por la vida, el padre Miguel ha confeccionado el extenso y nutrido poemario antológico, que es Poemas para orar, cuyos versos tienen en común su carácter religioso y una doble calidad humana y lírica, que se detecta en la emoción sincera y la maestría literaria con que los poetas exponen sus preocupaciones y anhelos. Esta antología de poemas para orar, por tanto, sólo podía elaborarla una persona con la fina sensibilidad poética, la amplia experiencia de vida y el consciente compromiso con que el padre Miguel Combarros vive su sacerdocio.
Además, Poemas para orar muestra que la historia de la poesía española es una veta inagotable de poemas, que adoptan con frecuencia el tono elevado y el fondo trascendente de la oración, cuya forma de expresión se amolda a múltiples maneras de decir lo que el común de los mortales siente cuando vuelve sus ojos al cielo y eleva su gratitud, su queja o su petición.
A veces orar se convierte en un reproche, porque el poeta pide a Dios que se manifieste de un modo racional, aunque sabe que es una propuesta quimérica como le sucede a José María Valverde en su poema “Salmo inicial”:
Señor, no estás conmigo, aunque te nombre siempre.
Estás allá, entre nubes, donde mi voz no alcanza,
y si a veces resurges, como el sol tras la lluvia,
hay noches en que apenas logro pensar que existes.
Eres una ciudad detrás de las montañas.
Eres un mar lejano que a veces no se oye.
No estás dentro de mí. Siento tu negro hueco
devorando mi entraña como una hambrienta boca […]
Otras veces, orar es la manifestación de un sincero arrepentimiento por la duda mostrada en un momento de incertidumbre cuando el poeta ha creído perder a Dios y, sin embargo, tenerlo delante. Un ejemplo son estos tercetos de “Nadie ni nada”, un soneto de José Luis Martín Descalzo:
Nada estuvo más ciego que mis ojos
cuando creí mi corazón perdido
en un ancho desierto sin hermanos.
Nadie estaba más ciego que mis ojos.
Grité, Señor, porque te habías ido.
Y tú estabas latiendo entre mis manos.
En muchas ocasiones, orar adopta forma de agradecimiento como en este poemita de nuestro recordado poeta-orador Jesús Delgado Valhondo que, con el significativo título de “Oración”, contiene el júbilo sentido cuando la luz de la mañana le indica que Dios lo invita otro día a participar en el concierto de su magna obra:
¡Buenos días, Señor, porque te quiero
y has hecho que despierte tan temprano!
Buenos días, Señor, aunque por simple
no merezca este día ser nombrado.
Buenos días, Señor, a ti el primero
que eres historia y sangre de mis años.
Y, en fin, orar también es difundir bondad, activar la ilusión en la existencia, infundir fortaleza ante la adversidad, sentir la vida en definitiva como la siente y la transmite el padre Miguel Combarros en su “Himno de la luz”, poema-oración donde reza lo siguiente:
Bendita la alborada que convoca a las aves
a estrenar alabanzas de trinos y gorjeos
y devuelve a la rosa su perfume.
Bendita la mañana que pregona
mi luz resucitada. Y bendita la noche
que enciende las estrellas para mirar tu rostro.
Bendita sea la nieve que viste de pureza
las montañas y sacia la sed del peregrino,
convertida en cristales transparentes.
Y bendita la brisa que acaricia las noches
del estío y el viento que reparte semillas
y reza entre la fronda loores incansables.
Benditos el calor del hogar y la inocencia
que brotan de la infancia y la ternura
de una madre que vive para siempre.
Bendito ese fulgor que no se apaga
en los ojos cansados del anciano
y anuncia ya cercana nuestra aurora perenne.
Sin duda, Poemas para orar es de esos libros que nunca se dejan de releer, porque se trata de un poemario con múltiples lecturas donde cualquier persona que se acerque a meditar encontrará nuevas emociones que, unas veces, la alentarán a superar un altibajo emocional, otras le ofrecerán la posibilidad de expresar a la par que el poeta sus preocupaciones y siempre le proporcionarán orientaciones para allanar el camino hacia la luz colmándola de esperanza.
Antonio Salguero Carvajal
SÍMBOLO Y PROFECÍADE MIGUEL COMBARROS
(Madrid, El Perpetuo Socorro, 2012)
De Símbolo y profecía, lo primero que llama la atención es la portada, porque indica sin palabras, a través de imágenes, los dos rasgos definitorios de la personalidad del padre Miguel Combarros: su amor por la vida y su esperanza en Dios. Él está seguro, apoyado en el cimiento de su fe, de que el ser humano debe vivir la existencia con una actitud positiva, de agradecimiento a Dios por haberlo elegido para participar en esta apasionante aventura que es la existencia. El ser humano es naturaleza y, por este motivo, puede apreciar su grandiosidad y valorar el privilegio de formar parte de ella y de sentir, e incluso ver, a Dios en los símbolos que cotidianamente tiene al alcance de su entendimiento. Y este seguro convencimiento es el contenido que preside el poemario Símbolo y profecía.
La fotografía de la portada, que es de una cascada del Monasterio de Piedra con tres niñas delante en actitud desenfadada, contiene ambos conceptos profusamente: la existencia se refleja en el agua que cae, abundante, dinámica, llena de vida, y en las chicas, cuya actitud despreocupada, propia de la juventud, indica que están rebosantes de energía y de deseos de vivir la existencia con emoción.
El libro se abre con un poema prólogo en el que el poeta descubre dónde radica la fuerza vital de su inveterado optimismo: su fe en Cristo por su entrega en la Pasión para superar la muerte y librar al ser humano de ese obstáculo hasta entonces insalvable, que suponía la nada y lo obligaba a vagar sin esperanza. Desde ese momento el ser humano pudo tener fe en el futuro, pues Cristo había vencido la gran dificultad que anulaba su esperanza, y le fue posible pensar a largo plazo, porque ya no existía la muerte definitiva: “De pie sobre la muerte, Cristo erguido / en viva geometría de ternura, / levantas en tus brazos a la altura / la esperanza del hombre redimido” (“La luz resucitada”, p. 11).
El poemario después se divide en cuatro partes. La primera titulada “Odas cardinales”, comienza con un poema donde, a través de gozosas alegorías, el poeta descubre su sentido luminoso de la vida al identificar a Dios con elementos primordiales de la naturaleza, donde se hace presente en las cosas tangibles que cualquiera identifica fácilmente: Dios-sol, Dios-mar, Dios-río, Dios-brisa, Dios-Himalaya, Dios-lluvia, Dios-viña, Dios-mendigo, Dios-noche cuajada de estrellas y luceros. Y también muestra que el ser humano es coprotagonista con la divinidad de este magno suceso, un hecho muy importante porque es el que da sentido a la existencia del creyente: Dios sol - ser humano girasol, Dios mar - ser humano arena, Dios río - ser humano arroyuelos, Dios brisa - ser humano esponja de algodón, Dios Himalaya - ser humano alpinista, Dios noche - ser humano luciérnaga, Dios lluvia - ser humano flores, Dios viña - ser humano sarmiento, Dios mendigo - ser humano samaritano (“Símbolos”, p. 15).
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Después, en las odas anunciadas en el título de esta parte, el poeta expone con su actitud positiva un cúmulo de razones que explican por qué la vida merece ser vivida (“De la tierra naciste y es de tierra / este cuerpo mortal que te acompaña … ¡Qué paisajes de ensueño ...!¡Qué asombro el de las rosas … ¡Qué música del viento …! ¡Qué espléndido escenario …! ”, “Oda a la madre tierra”, p. 17). Para que su mensaje llegue mejor al lector, el poeta se vale de símbolos como el del agua, que beneficia al ser humano en forma de lluvia, manantiales, flores (“Por ti canta el jilguero en la enramada, / se visten de colores y de aromas / las rosas, el tomillo y la retama, / y excavan los torrentes y los ríos / sus cauces hasta el mar”, “Oda a la hermana agua”, p. 19), el del fuego, símbolo de la luz vivificadora que da energía y lucidez a la existencia e ilumina el camino hacia el amor humano (“Al amor de la lumbre nuestros padres / revivían la historia de tu amor, / tejida con recuerdos entrañables / que estrechaban los lazos familiares”, “Oda al hermano fuego”, p. 21), o el de la primavera que, tras cada invierno, se convierte en símbolo de la renovación de la vida: “Una estación tras otra, / detrás de los otoños y veranos, / desfilan los inviernos; / pero triunfal renace, / refulgente e inmortal, la primavera, / restallante de vida a borbotones” (“La fiesta de la vida”, p. 23).La segunda parte, que se denomina “Símbolos bíblicos”, comienza con la alegoría de la cruz que, según el poeta, es brújula y faro para la vida y la salvación (“Tus brazos trasversales / abrazan continentes y naciones. / Tu flecha vertical perfora el infinito / y nos muestra el fulgor de tus promesas”, p. 33). Después le sigue el símbolo del pan, fruto de la tierra para todos los seres humanos y metáfora de la amistad porque, igual que el pan, puede ser compartido: “Está gritando amor / porque es tierno, crujiente y oloroso, / porque es pan del hogar y nos procura / la fuerza, la salud y la alegría / de sentirnos hermanos a la mesa” (p. 35).
Posteriormente aparecen los símbolos de la viña, imagen del ser humano que intenta ganarse el amor perdido de Dios (“Cámbiame el corazón / para empezar de nuevo a cultivar / esta viña feraz que me entregaste”, p. 36), del hijo pródigo, símbolo del pecador que vuelve a su origen (“Aunque no lo merezco, / déjame llamarte Padre para siempre. / Para siempre también / yo habitaré en tu casa, / como el perro más fiel, / feliz y agradecido, pendiente de su amo”, p. 38), y de la llama de una lamparita que es símbolo de la presencia perenne de Dios aunque no se advierta (“Descubre ya el milagro que espabile / nuestra fe vacilante, / como esa lamparilla sin aceite. / Transfórmanos en llama permanente / para incendiar el mundo con tus rayos”, p. 47). El apartado se cierra con un precioso poema a la Virgen, “Aurora de mis sueños”, que contiene otro bello símbolo: la Virgen es la luz que ofrece al poeta la esperanza con el nuevo día: “Fuente de luz y manantial de vida, / y lago transparente que tú nos canalizas / a nuestra tierra inhóspita y sedienta, / convertida en vergel de la esperanza” (p. 50).
La tercera parte, titulada “Abrazo místico”, está dedicada a la relación íntima (mística) del poeta-hombre con la divinidad, que se observa en los mismos títulos de los poemas (“Te necesito, Dios”, p. 55, “Escuchar tu voz”, p. 57, o “Contemplarte”, p. 60), cuyos enunciados son elocuentes: el poeta no es un soberbio que se crea único y autosuficiente sino un ser común que anhela la compañía de Dios y lo encuentra en la oración, en la naturaleza, en la música, en sus semejantes, en su vida diaria: “Envuelto en tu misterio de armonía, / voy respirando paz y repartiendo / serena mansedumbre / con mi voz, con mi gesto y mi sonrisa” (p. 62).
En la cuarta parte, que lleva el título de “Símbolos profanos”, el poeta sale de su intimismo, mira a su alrededor y destaca símbolos que lo atraen como el del peregrino, que sigue su caminar a pesar de los obstáculos del camino, o África, símbolo de la creación en la que Dios se recrea (“Hoy levanto mis versos / por encima del tiempo y de la noche / para cantarte a ti, África mía. Todo es sagrado en ti, todo es fecundo, porque acunas a Dios en tu regazo”, p. 77). Termina el poemario con un bello y excelente soneto a la Virgen, “Decirte que te quiero”, donde el poeta desgrana los motivos de su amor apasionado: “¡Qué fragancia de luz siento a tu lado, / qué calor maternal bajo tu manto, / qué música interior cuando te canto, / qué frescura de amor acumulado!” (p. 85).
Sin embargo, no se debe pensar que el padre Miguel Combarros sea un ingenuo que, cegado por su amor divino, no advierta las dificultades que el ser humano se encuentra en el camino de la vida, pues también siente el paso del tiempo en él mismo y en las cosas, pero siempre termina sus reflexiones de un modo esperanzado como se puede comprobar en el poema “La espadaña”, donde recuerda con nostalgia su pueblo que ha sufrido la acción demoledora del paso del tiempo: “Movidas con un viento de esperanza, / escucho las campanas tañendo a la alborada; / mas no doblan a muerto, que repican / el ángelus glorioso de la resurrección” p. 82).
Símbolo y profecía,cuyos poemas son auténticas oraciones, ofrece los símbolos donde el padre Miguel Combarros presiente, intuye y ve a Dios con un tono alentador, razonables argumentos, capacidad poética y dotes oratorias. Consigue así que quien lea atento este poemario también presienta, intuya y vea a Dios porque todo, que es un enigma insondable (el agua, el aire, los animales, el mismo ser humano), adquiere una razón universal en sus límpidos y trascendentes versos.
Sin duda, Símbolo y profecía es otro magno canto a la vidade Miguel Combarros, el poeta de la luz y de la esperanza.
Antonio Salguero Carvajal