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Ágata ojo de gato de José Manuel Caballero Bonald

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(Barcelona, Anagrama, 1974)

Confieso que, cuando mi entonces amigo AR, me recomendó hace tiempo la lectura de este libro y me puse a leerlo, no me atrajo por su compleja expresión y lo dejé. Sin embargo cuando, años después (mientras los que AR no ha dejado de recordarme sus virtudes), me he encontrado el libro en una selección de títulos expuesta a la vista en la biblioteca, lo he considerado una advertencia y me he dispuesto a abordarlo con otro talante, pues tenía pendiente darle una satisfacción a AR por su interés en el libro.

Y esta vez me impresionó el alarde expresivo de Caballero Bonald parecido, salvando los siglos, al no menos impactante estilo barroco de Las Soledades de su admirado Góngora: “el solitario se sintió absorbido de pronto por el vórtice de una turbia rotación de delirios que le circuló vertiginosamente por la sangre y se le incrustó en las ingles y allí le violentó las desvencijadas compuertas del sexo” (22).

Es decir que lo que ahora me atraía era lo que antes me echó para atrás, pues en realidad el inicio del libro es una acumulación de hipercultismos y palabras rebuscadas, que seguro ha desanimado a más de un avezado lector. Y los que se han atrevido a continuar (porque, paradójicamente, esta soberbia lengua engancha a la lectura), debieron hacerlo con el diccionario en la mano y mucha paciencia para continuar lentamente la lectura con el objetivo de comprenderla y después degustarla. Tal esfuerzo seguro que les ha merecido la pena teniendo en cuenta la escritura expresivamente insulsa de los últimos años de los autores de best seller, los de la literatura del blablablá, esa que llena páginas y páginas con pasmosa facilidad, pero con un tono plano, monótono y falto de emoción, que no aporta nada a la prosa narrativa.

El estilo de Caballero Bonald es, sin embargo, llamativo por el preciosismo con el que se aleja de la lengua standard; por el placer estético que proporciona al lector, cuando logra ir desentrañando el discurrir narrativo, y por haber salido indemne de esa compleja lista de palabras, que amplían gozosamente su vocabulario mediocre (comparado con la riqueza léxica de la que hace gala Bonald) y, especialmente, su bagaje emocional de lector intrépido, por haber logrado finalizar la lectura.

También el autor mantiene en ascuas al lector con otros recursos como la tardanza en desentrañarle el sentido del título que, en un principio, parece que se trata de un nombre de mujer, Ágata, y sin embargo se refiere al color de la piedra ágata que es el mismo de los ojos de Manuela, la protagonista: “Miró su propio miedo reflejado en los ojos de ágata –tan iguales a los suyos– del gato” (145).

Además Bonald tampoco aclara para qué cuenta una historia con escaso atractivo sobre un misterioso normando que emigra a tierras cenagosas del sur, donde sobrevive como un animal; compra a Manuela con la que tiene un hijo (Perico Chico) y, ante el desapego y el mutismo de él, comienza a frecuentar a otros hombres, queda embarazada de nuevo y da a luz a Diego Manuel. Luego el normando se vuelve majara, muere y es enterrado en la ciénaga por Manuela y su hijo Pedro, no sin antes averiguar en dónde tiene escondido un tesoro que había encontrado en un enterramiento funerario de algún antiguo pueblo tartésico de la zona. Tal hallazgo será la base del enriquecimiento de Pedro, comerciante de oscuros negocios que le producen suculentos beneficios, cuyo cambio de fortuna será el motivo principal de su ruina. Pero nada más.

Aunque posiblemente esa sea la intención del autor: Contar un hecho banal, que le sirva de propuesta para escribir a sus anchas por el mero gusto de narrar disfrutando de una forma alucinante (como Góngora en Las Soledades) de la invención de una epopeya a la española, que tiene (y no le importa) claras influencias de la novela hispanoamericana, que conoce de lleno cuando vive en Bogotá impartiendo clases.

Así en Ágata ojo de gatollaman la atención rasgos propios del Realismo Mágico como la conversión del normando en una aparición fantasmagórica, que tiene asustado al entorno (76); la llegada de una “polícroma banda de peregrinos… tropa de los erráticos condes Jeremías y Nepomuceno” (119); la incorporación a la trama novelesca de Ojodejibia (130), un expresidiario, rufián y nigromante, llamado pomposamente Juan Crisóstomo Centurio –apellido por el que se relaciona además con el personaje de La Celestina, al ser ambos rufianes, malhechores y bravucones…– (133); el suceso apocalíptico causado por los insectos de la marisma (136), en medio de la que Pedro Lambert ha construido una mansión con un enorme jardín que la circunda; o la aparición de otros personajes inquietantes como Cayetano Toronjí y su sobrina Escaramunda (150), una joven pelirroja que está sufriendo una misteriosa metamorfosis en pez.

No obstante, Bonald compensa tal parecido con su hiperculta expresión y unas excepcionales descripciones que jalonan el relato hasta el final con escenas magistrales como la del amanecer en que Manuela busca infructuosamente a su segundo hijo: “Sintió el verdinegro calambre de la intemperie a la par que gruñía la raposa de vuelta a la moheda y chillaba la avutarda por la otra orilla del caño, y era otra vez un día amorfo reptando por aquel mundo sin distancias ni contrastes ni puntos de referencia.” (119).

Además el libro en general tiene un punto de gracia socarrona, por la que se deduce que Bonald está disfrutando con la escritura como cuando describe los orígenes de Pedro: “el galán descendía, por línea paterna, de una especie de asno cimarrón –amén de extranjero–, que había recalado un día por la marisma con igual extravagancia con que se esfumó, y que, por parte de madre, era lo más parecido que había a un hijo de puta” (147).

Y es que el libro es un juego lingüístico montado por Bonald para crear a través de la escritura una epopeya a la española con cuya composición divertirse, usando ese sorprendente modo de decir repleto de palabras escogidas, que imprimen empaque a lo que relata, describe y argumenta.

En fin, cuando se logra culminar Ágata ojo de gato, se advierte que este tipo de lecturas que cuestan pero que se continúan porque se aprecia su rica expresión, a la postre producen mayor placer estético que otras sin dificultad, pero que no ponen en tensión la emoción del lector ni suscitan un intenso deseo de seguir hasta descifrar lo aparentemente impenetrable, cuyo origen en esta ocasión se encuentra, nada más y nada menos, en nuestra más enraizada tradición literaria y, en concreto, en Góngora, un maestro del lenguaje, hiperbólico, deslumbrante, como se muestra Caballero Bonald en Ágata ojo de gato.

P.D.- ¡Gracias AR!

asalgueroc



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