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Channel: IMPRESIONES DE LECTURA ASALGUEROC
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LA SONRISA ETRUSCA de José Luis Sampedro
(Barcelona, RBA, 1985)
 A mi nieto, por quien me he vuelto a leer este libro exquisito

Esta es la escultura a la que se refiere el título de La sonrisa etrusca, Los esposos, que se encuentra en el museo Villa Giulia de Roma. En este lugar comienza la incomparable novela, cuando Salvatore Roncone, el protagonista, un maduro campesino calabrés del sur de Italia, que está en casa de su hijo para tratarse de una grave enfermedad, se encuentra ensimismado contemplando a los esposos y, especialmente, su enigmática sonrisa: “-Oh, ya lo creo que reían. […] -Los etruscos reían, te lo digo yo. Gozaban hasta encima de su tumba” (10-11).
El protagonista es un vejete encantador que defiende a capa y espada las virtudes de la vida en el campo, representado por él (naturalidad rústica frente a artificio urbano), ante los inconvenientes de la gran ciudad (en este caso Milán), centrados en el hijo y la nuera, que representan al progreso urbano frente al atraso de las zonas rurales: “Sí, ya están llegando a la trampa. Las ciudades, para el viejo, han sido siempre un embudo cazahombres donde acechan al pobre los funcionarios, los policías, los terratenientes, los mercaderes y demás parásitos. La salida de la autopista, con su casilla de control para detenerse y entregar un papel, es justamente la boca de la trampa” (13).
Salvatore Roncone es una persona, que resulta muy simpática por su carácter y su forma de actuar, pues representa al hombre natural, sencillo, buena persona, aparentemente ignorante pero profundamente sabio con una sutil filosofía adquirida en la dura experiencia de la vida: huérfano, partisano contra los nazis, persona hecha a sí misma que sale adelante con su esfuerzo y su inteligencia natural. También es un hombre galante, que aprecia y respeta a las mujeres como muestra en el episodio de la dependienta del ultramarino, una jaca según él: “-Adiós, señora… señora… -Maddalena, para servirle. Pero ¡nada de adiós! ¡Arrivederci! Porque volverá usted, ¿verdad? Aquí tenemos de todo” (31).

Es muy curioso cómo personifica a la enfermedad llamándole “Rusca”, nombre de un hurón que era buen cazador y con el que habla cuando se revuelve y le produce molestias. Y sorprende cómo sabe ser fuerte en los momentos necesarios: “El viejo sostiene al niño en brazos, envuelto en una manta. La cabecita soñolienta se reclina en el huesudo hombro izquierdo, mientras el peso del cuerpecín reposa sobre el antebrazo derecho. ¡Preciosísima carga!” (35).
Salvatore va impregnando el texto de deliciosos recuerdos sensuales: “¡Dunka! ¡Su cuerpo sí que era frutal, dulce, oloroso! Y jamás fría, la tibia piel; siempre cálida, viva, la inolvidable compañera de lucha y de placer… ¡Oh Dunka, Dunka!” (19). De ahí que se exaspere cuando ve que en la ciudad el papel del hombre está cuestionado: “Renato de niñero. ¡qué vergüenza! En este Milán los hombres no tienen lo que hay que tener, y Andrea me lo ha hecho milanés” (20-21).
Y lo más enternecedor de la novela es el aprecio especial que le une a su nieto Bruno porque, entre otras cosas, se llama como él en la clandestinidad. Incluso deja de fumar para no dañar al niño y monta guardia junto a su cuna como cuando era partisano, para que no le suceda nada malo: “Desde su cuarto, el viejo pondría una bomba, lanzaría dinamita, destruiría Milán entero. Pero sólo puede lanzar hacia el niño un mensaje de ánimo: “Calma, Brunetito, que ya voy” (169).
No entiendo cómo una novela tan deliciosa, tan agradable de leer, tan tierna, tan natural y humana no esté entre los libros más leídos y reeditados y, en cambio, se encuentre perdida en el maremagnum de libros editados desde hace tres décadas, a pesar de ser un gozo continuo su lectura.
asalgueroc

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